jueves, 4 de septiembre de 2014

caminos

de pequeño, tenía una única máxima en relación con el futuro: nunca convertirme en un adulto. era un mundo que no podía comprender; un mundo en que la gente prefería recibir algo de ropa, en lugar de juguetes, en los cumpleaños. jamás podría sobrevivir allí.

pasaron los años y, gracias a la soporífera falta de conexión con la realidad y con el suelo que me proporcionaron las revistas científicas, decidí, en un alarde de originalidad, que existía una única manera enrolarme en todo eso de crecer sin llegar nunca a considerarme un ser adulto, evitando por ende envejecer y madurar, con todos los problemas que ello acarrea: debía convertirme en astronauta. 
de una antigua publicación de la revista “muy interesante” – el ejemplar databa en los ochenta- , hice una libre interpretación de la teoría de la relatividad, con la que redacté la mía propia, a base de principios no fundados y alimentada con el auge de la ciencia-ficción, sobre la vida en el espacio y sus ventajas.

salvado el lance de la astronomía, siendo consciente también del molde y corte en cuanto a capacidades que requiere dicha vocación, me puse a investigar, documentarme y tropezar – sobre todo tropezar- en lo que, efectivamente, era el embolado de ponerse a crecer sin experiencia anterior en la materia.
seguía zumbando en mi cabeza todo ese tema del futuro. hacía un par de años que había acepado la traición de la ropa y los juguetes, cuando me convertí en lo que yo mismo bauticé como libredescubridor, aprendiendo por mi cuenta y riesgo de los grandes temas de la vida y la literatura. 
decidí entonces que mi vocación eran las letras. había algo que no conectaba del todo, no concebía descubrir sin arriesgar. con lo que mi siguiente vocación frustrada fue la de corresponsal de guerra. 
por suerte llegó la adolescencia y arrasó con cualquier resquicio de preocupación sobre el futuro. estamos hablando de finales de los noventa, una generación posmoderna y hedonista que no veía más allá de su polla y su canuto.

cuando empecé a ver algo de luz al final del túnel hormonal o, mejor dicho, tuve mi primera extraña sensación de plano secuencia en el que me veía a mí mismo desde arriba, sentado en un banco del parque, me preocupé. dejé de fumar porros – me emborraba todos los días, pero es otra historia- y volví al tema del futuro. ¿no es, al fin y al cabo, el único sentido social, cultural y especista de nuestra vana existencia?

debido a mi personal y siempre insuficiente observación sobre el mundo y a una traumática experiencia en hospitales – y en especial a los cuidados de una enfermera del hospital de móstoles, que nunca olvidaré – decidí que lo mínimo que podía hacer, en el contexto histórico, social y geográfico en que me ha tocado desenvolverme, era dedicar mi vida a las personas. así siempre me quedaría la legítima potestad de poner el mundo patas arriba.


con más ganas que acierto llevé a término mi mal pagada y poco reconocida diplomatura en terapia ocupacional. mi paso por la universidad también da para otra buena chapa. quizá otro día. 

total, sólo quería contaros que, por fin, realizo mi primer trabajo como terapeuta ocupacional; que estoy, lo primero, agotado de andar de un lado para otro y, lo segundo, que no quepo en las costuras.
me he tomado la libertad de contarlo así porque, cuando compaginas dos trabajos para llegar a un sueldo, librar una tarde en uno de ellos son unas pequeñas vacaciones y se me ha vuelto a ir de las manos. 
gracias por sostenerme en las caídas, por enseñarme a jugar a cuerda y al ahorcado, mientras gasto vuestras vidas y las mías. ya sabéis. 

Kiko