ha
buscado en todos los cajones del gran mueble del salón. en todos. de uno de
ellos, que se resistía a abrir, se ha desprendido el pequeño asidero dorado que
hace de tirador, anulando el cajón y su
contenido. pude ver que mi abuelo fingía acorralar con la mirada la trayectoria
de la pequeña tachuela brillante por el suelo, hasta acabar debajo del sofá. tras
reconstruir los tres o cuatro golpecitos metálicos, se ha agachado pesada y
cuidadosamente a recogerla. ahí estaba. es alucinante cómo ha podido seguir el levísimo
tintineo de la manecilla, hasta dar con ella, cuando hay que gritarle,
literalmente, al oído para que entienda tres palabras. no me ha dejado que le
ayudara a levantarse del suelo. primero, se ha puesto de rodillas, luego sobre
una sola pierna y después se ha ayudado de la mesa para incorporarse. una vez de pie, ha observado la pequeña pieza
como si la regañara por abandonar su puesto y la ha colocado en el cestito de
mimbre en que guarda las cosas que hay
que hacer. al final, parece que el incidente le ha hecho recordar. ha
encontrado lo que buscaba. estaba resguardado del polvo y del tiempo, dentro de
una caja de zapatos, con los demás objetos que mi abuelo guarda como pequeños
tesoros: un par de sacacorchos, cinco o seis barajas de cartas, un reloj que se
encontró y asegura que está chapado en
oro, a saber cuántos puros de boda, un puñado de llaveros, un anillo, un
agenda imitación piel del 89, e innumerables achiperres, de los cuales desconozco el nombre y la
utilidad. entre ellos, hay una cajita de plástico azul oscuro con forma de pequeño
estuche rígido, en cuya tapa superior, estampado con letras amarillas, destaca
una palabra: ARGENTARIA. lee esto último en voz alta. es lo
que mi abuelo buscaba.
cierra,
con mucha suavidad, su caja de zapatos y la guarda pausadamente en un cajón de
su mesilla de noche, como intentando memorizar las pautas, para la próxima vez.
ahora sí, me enseña el misterioso contenido de la cajita azul. en su interior,
una pluma plateada descansa sobre un molde de tela con tacto
aterciopelado. cierra la caja y me la ofrece. me dice: - para ti, para el
próximo libro -. le doy las gracias y un abrazo. estoy un poco emocionado, pero
intento mantener la compostura. sé que para mis abuelos están siendo unos días difíciles.
le contesto con una sonrisa y le digo que termine la tarta, que se le va a
derretir. es el primer año, de noventa con los que cuenta, que no pueden estar en el
pueblo para la fiesta grande, a excepción del año que murió la tía. la abuela
apenas puede caminar y, la verdad, están mejor atendidos en Madrid. él asegura
que apenas se ha acordado de las fiestas, pero sé que miente, para que yo no me
sienta mal. sabe que a mí me ha tocado
currar este año y que me jode. pero en el fondo no me importa ni una gota de lo
que le duele a él, que tiene que ver cómo la mujer de su vida apenas sí se
levanta de una silla. y ahí estamos los dos, el abuelo y el nieto, mintiéndonos
sobre los sentimientos de estar tan lejos de donde querríamos estar. nos une
una pequeña complicidad de exiliado, intentando tragar la congoja, acogiéndola
a sagrado, con una media sonrisa muy auténtica. le vuelo a abrazar y salimos de
la cocina.
-
comprueba si escribe- me dice. lo intento varias veces, primero sobre la
cajetilla de tabaco y luego sobre distintos tipos de papel. la tinta está seca.
no escriben, pero le vuelvo a mentir - perfectamente,
abuelo- le grito. él sonríe y se termina la tarta. le dije que el libro
anterior se me había agotado, que estaba a la espera de que la imprenta me
mandara más. no creo que sea un libro que pueda leer mi abuelo. creo que lo
comprende, por cómo me mira siempre que le digo que me he quedado sin ellos y
cómo dice - al final te vas a hacer famoso-
. después de la tarta, entre los dos, hemos ayudado a la abuela a dar unos
pasitos hasta la puerta y de nuevo a la silla. al despedirme, le he vuelto a
dar las gracias por la pluma y me ha dicho - no seas tonto, para qué la quiero yo -
siempre espera en el umbral de la puerta a que cruce la esquina de la calle. más
tarde, en casa, he sacado la cajita azul de la riñonera y me he quedado mirándola.
por fin, he llorado a rienda suelta y he acabado riendo como un loco, al darme cuenta
que tampoco le he dicho que, en realidad, como ahora, casi siempre escribo en
el ordenador.