Móstoles es un lugar
perfecto
para morir
y no dejar ni puto rastro.
Aún quedan gitanos
que conservan la mirada
triste
de nácar y luna que
describió Lorca,
cuando esperan turno
en la tienda de móviles
y tú buscas el tuyo
en el bolsillo,
por instinto.
Aquí puedes encontrar la
fatalidad
de la rutina de extrarradio
en cualquier calle,
no hace falta que te rompas
la cabeza
para perpetuar en el fondo
de ojo
el romanticismo del cliché.
Lo de las bragas colgando
de tu vecina
o las sábanas raídas
que arropan el amor
amarillento,
puede por costumbre
con lo otro,
lo jodido,
lo de que no tengamos
horizonte.
La esperanza bebe un
botellín
en camiseta interior,
sudando gotas gordas
y mira jugar a los niños,
como esperando
algo.
Ondean las banderas
en rotondas
y en las plazas,
recordando que,
si quieres,
puedes sentir
el orgullo plano de
pertenecer
a una realidad mayor,
que te supera
y te anula.
Nadie quiere ser un
individuo
Los hogares se amontonan
unos sobre otros,
respetando,
casi tiernamente,
los cadáveres que duermen
en su vientre.
Hay una arteria hacia la
capital
que se obstruye
a primera y última
hora,
por fumar directamente del
escape
de un motor deshumanizado
de la llamada
obligación.
Alguno
se atreve a aliñar con sueños
intangibles
el ayuno.
el ayuno.
Masticamos el ladrillo,
el hormigón
y el acero,
fabricamos puentes,
hospitales,
universidades,
que luego vienen de otro
cielo a inaugurar
y bendecir.
Todos
queremos salir de aquí.
Siempre vienen otros,
la ciudad crece
y nosotros
nos quedamos,
para alimentar el censo.
Han convertido en ilegal
a las personas,
a los animales,
cualquier actividad
que no convenga a la
perfecta
interacción
de los vecinos
y te has quedado ahí
en tu casa
con un ventilador y un
teclado
de ordenador
a imaginar
cómo se pone el sol
en tu ciudad,
porque desde tu ventana
no se ve
nada.