He vaciado filas de camiones
que no dejan lugar para la luz,
como procesionarias de palés
fuera de cuentas.
Mis manos, unas ruedas cojas,
ruinas de óxido y quebrantos.
He tenido, para las mañanas al llegar,
la mesa puesta.
Hice llegar cadáveres al horno
en bañeras de cristal,
a mandíbulas comentaristas
mordientes de poder y tradición,
catorce horas.
He llevado el agua de hervideros
dibujándome en la piel
caricias de hombre adulto.
He frotado húmedas esponjas,
dignidad, en las axilas y las ingles
de grúa rota
VIH
tetraplejia
sobrepeso
y un cuchillo de conversación,
para Roberto.
-su madre aún me llora dentro y yo
rechazo sus monedas-.
He plantado en mi esternón
angustia yerma de rutina.
La memoria, ahora, oscurece la voz.
La memoria sufre y decolora.
Traerla de vuelta, a través
de la membrana pantanosa del alzheimer,
del pasado, disolvente en la mirada y el reloj,
me hace sentir al dios determinista
golpeándome con su polla en la sien.
Todos los días hago el viaje
y vuelvo,
con el fardo lleno de trocitos del espejo
para repartir,
y se monta una discreta fiesta de la luz,
alumbrando su camino hacia el hogar.
La memoria, sobre esta craquelada
y temblorosa espalda de arcilla,
que a veces no sabe cómo hacer,
cómo demonios compartir el peso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario