Ha
llamado a la puerta con tres golpes rápidos. No me había dado tiempo a
levantarme del sofá, y ya estaba dentro de la habitación. Un hombre de estatura
media, con abundante pelo blanco, muy bien peinado y bastante avanzado en edad.
Su aspecto era impecable, muy austero. Llevaba vaqueros y camisa oscuros debajo
de una bata blanca, a todas luces, al menos una talla mayor de la adecuada.
Sostenía en una mano una carpeta , recogida sobre el cuerpo.
Me dio la impresión
de ser ese tipo de personas que no tiene demasiada pinta de haber trabajado
nunca hasta tarde, detrás de una barra, ni descargando camiones en una nave sin
calefacción. Esa gente que sonríe complaciente cuando le dicen que aparenta
bastantes menos años de los que tiene en realidad.
Mientras
se acercaba a la cama de mi abuela, dejó ver una fila de dientes blancos,
impolutos, arrugando levemente sus bien proporcionadas facciones, para acostumbrar
sus ojos a la escasa luz de la habitación, detrás de unas gafitas redondas. Su
tono de voz parecía haber sido fruto de largas horas de dedicación, para
perfeccionar la capacidad de resultar familiar y cercano.
-¿Cómo
está? – se dirigió directamente a mi abuela.
Bien.
Algo mareada – le contestó mi abuela y le soltó una risilla nerviosa. - Me han
recostado en la cama de un golpe, como si fuera un pajarito – hace el gesto con
las manos- ¿Es usted el médico?
-
No. ¿Es usted Pilar? – Casi parece que cantara, el tío.
-
Pilar soy yo- Contestó una voz temblorosa, detrás de la cortina que divide la
estancia.
La
compañera de habitación parecía estar esperando la visita. De repente, mi
abuela y yo nos hicimos invisibles y el hombre del misterio dirigió sus modales
ensayados hacia la auténtica Pilar.
-
Hola Pilar, ¿cómo estás? Soy el padre Sebastián. – Dijo dirigiendo la mirada a
la carpeta - Veo aquí que quieres tomar comunión.- Y cerró detrás de sí la cortina.
Mi
abuela y yo nos miramos. Ella se recostó de nuevo sobre la almohada y yo volví
a sentarme en el sofá. Mi abuela retomó la conversación que tenía para mí, que
no conmigo, antes de la intromisión del cura. Hablaba sobre los espacios
vendidos en el cementerio del pueblo para hacer sepultura. Nombró, una a una, las
personas que compraron el pedazo de tierra colindante con el de la familia. Yo
bromeaba con que, a partir de ahora, cuando me cruzara con ellos, les llamaría vecinos. Ese tipo de tonterías hacen que
mi abuela ría de manera sinceramente escandalosa. Es maravilloso verla reír
así.
A
los pocos minutos de entrar, el padre Sebastián asomó la cabeza detrás de la
cortina. Se había quitado la bata y lucía una enorme cruz plateada, colgando
del cuello. Me preguntó si me importaba salir de la instancia, mientras duraba
la eucaristía. Sólo iban a ser unos
minutos. Le contesté que no se preocupara, que no nos molestaba en absoluto. Me
miró fijamente unos segundos, algo contrariado, y volvió a correr la cortina
para comenzar el ritual.
Recitaba
la cantinela en voz muy baja, casi inteligible, a una sorprendente velocidad.
-
Este tío, en sus tiempos mozos, debe haber ganado grandes competiciones de
curas en la prueba de velocidad. – bromeé con mi abuela.
Seguimos
el repaso de los asuntos del pueblo. Ahora les tocaba a los vivos.
Cuando
terminó la sesión, el cura apareció detrás de la cortina, con la bata repuesta,
e hizo la señal de la cruz en dirección a la cama de mi abuela. Saco de un
bolsillo dos objetos y se los ofreció. Le dijo a mi abuela que los guardara
hasta que le dieran el alta. Muchas gracias. Salió por la puerta. Nos deseó que
Dios no proveyera una pronta recuperación. Amén. Gracias.
Sebastián
intentó cerrar la puerta al salir, pero está dada de sí y solo responde si se empuja
con fuerza. Después de varios intentos, la dejó entreabierta.
Me
levanté de nuevo a empujar la puerta y mi abuela me mostró los objetos que le
había entregado el cura. Una cinta con los colores de la bandera roja y gualda,
con un dibujo y una inscripción: viva la
virgen del pilar. También me enseñó una postal con una foto de la madre
Teresa de Calcuta, que invitaba a hacerse de su congregación.
Le pregunté a mi
abuela qué quería que hiciera con ellos. Me dijo que la cinta la colgara de la
percha que sujeta las botellas de suero, en el cabecero de la cama. La postal
podía tirarla, sin que se enterara su compañera de habitación, por supuesto. La
guardé en el bolsillo de atrás del pantalón.
A
la una y media trajeron la comida. Ayudé a mi abuela a dar buena cuenta de
ella, postre incluido y esperé a que se quedara medio dormida para irme. Por la
tarde se acercaría mi prima para darle de cenar y pasar la tarde con ella.
Salí
del hospital y caminé entre los coches del aparcamiento, en dirección a la zona
donde había aparcado el mío. Un negro de los muchos que trabajan de “aparca” en esa zona y siempre me llama amigo, me preguntó si iba a sacar mi coche. Noté algo en el
bolsillo. Era la postal de invitación de la madre Teresa. La arrugué en un puño
y la lancé hacia una papelera. Fallé el tiro. Sí, un poquito más alante, amigo.