miércoles, 12 de febrero de 2014

tres golpes

Ha llamado a la puerta con tres golpes rápidos. No me había dado tiempo a levantarme del sofá, y ya estaba dentro de la habitación. Un hombre de estatura media, con abundante pelo blanco, muy bien peinado y bastante avanzado en edad. Su aspecto era impecable, muy austero. Llevaba vaqueros y camisa oscuros debajo de una bata blanca, a todas luces, al menos una talla mayor de la adecuada. Sostenía en una mano una carpeta , recogida sobre el cuerpo. 
Me dio la impresión de ser ese tipo de personas que no tiene demasiada pinta de haber trabajado nunca hasta tarde, detrás de una barra, ni descargando camiones en una nave sin calefacción. Esa gente que sonríe complaciente cuando le dicen que aparenta bastantes menos años de los que tiene en realidad.

Mientras se acercaba a la cama de mi abuela, dejó ver una fila de dientes blancos, impolutos, arrugando levemente sus bien proporcionadas facciones, para acostumbrar sus ojos a la escasa luz de la habitación, detrás de unas gafitas redondas. Su tono de voz parecía haber sido fruto de largas horas de dedicación, para perfeccionar la capacidad de resultar familiar y cercano.

-¿Cómo está? – se dirigió directamente a mi abuela.

Bien. Algo mareada – le contestó mi abuela y le soltó una risilla nerviosa. - Me han recostado en la cama de un golpe, como si fuera un pajarito – hace el gesto con las manos-  ¿Es usted el médico?

- No. ¿Es usted Pilar? – Casi parece que cantara, el tío.

- Pilar soy yo- Contestó una voz temblorosa, detrás de la cortina que divide la estancia.  

La compañera de habitación parecía estar esperando la visita. De repente, mi abuela y yo nos hicimos invisibles y el hombre del misterio dirigió sus modales ensayados  hacia la auténtica Pilar.

- Hola Pilar, ¿cómo estás? Soy el padre Sebastián. – Dijo dirigiendo la mirada a la carpeta - Veo aquí que quieres tomar comunión.-  Y cerró detrás de sí la cortina.

Mi abuela y yo nos miramos. Ella se recostó de nuevo sobre la almohada y yo volví a sentarme en el sofá. Mi abuela retomó la conversación que tenía para mí, que no conmigo, antes de la intromisión del cura. Hablaba sobre los espacios vendidos en el cementerio del pueblo para hacer sepultura. Nombró, una a una, las personas que compraron el pedazo de tierra colindante con el de la familia. Yo bromeaba con que, a partir de ahora, cuando me cruzara con ellos, les llamaría vecinos. Ese tipo de tonterías hacen que mi abuela ría de manera sinceramente escandalosa. Es maravilloso verla reír así.

A los pocos minutos de entrar, el padre Sebastián asomó la cabeza detrás de la cortina. Se había quitado la bata y lucía una enorme cruz plateada, colgando del cuello. Me preguntó si me importaba salir de la instancia, mientras duraba la eucaristía. Sólo iban a ser unos minutos. Le contesté que no se preocupara, que no nos molestaba en absoluto. Me miró fijamente unos segundos, algo contrariado, y volvió a correr la cortina para comenzar el ritual.

Recitaba la cantinela en voz muy baja, casi inteligible, a una sorprendente velocidad.

- Este tío, en sus tiempos mozos, debe haber ganado grandes competiciones de curas en la prueba de velocidad. – bromeé con mi abuela.

Seguimos el repaso de los asuntos del pueblo. Ahora les tocaba a los vivos.
Cuando terminó la sesión, el cura apareció detrás de la cortina, con la bata repuesta, e hizo la señal de la cruz en dirección a la cama de mi abuela. Saco de un bolsillo dos objetos y se los ofreció. Le dijo a mi abuela que los guardara hasta que le dieran el alta. Muchas gracias. Salió por la puerta. Nos deseó que Dios no proveyera una pronta recuperación. Amén. Gracias.

Sebastián intentó cerrar la puerta al salir, pero está dada de sí y solo responde si se empuja con fuerza. Después de varios intentos, la dejó entreabierta.

Me levanté de nuevo a empujar la puerta y mi abuela me mostró los objetos que le había entregado el cura. Una cinta con los colores de la bandera roja y gualda, con un dibujo y una inscripción: viva la virgen del pilar. También me enseñó una postal con una foto de la madre Teresa de Calcuta, que invitaba a hacerse de su congregación. 
Le pregunté a mi abuela qué quería que hiciera con ellos. Me dijo que la cinta la colgara de la percha que sujeta las botellas de suero, en el cabecero de la cama. La postal podía tirarla, sin que se enterara su compañera de habitación, por supuesto. La guardé en el bolsillo de atrás del pantalón.

A la una y media trajeron la comida. Ayudé a mi abuela a dar buena cuenta de ella, postre incluido y esperé a que se quedara medio dormida para irme. Por la tarde se acercaría mi prima para darle de cenar y pasar la tarde con ella.


Salí del hospital y caminé entre los coches del aparcamiento, en dirección a la zona donde había aparcado el mío. Un negro de los muchos que trabajan de aparca en esa zona y siempre me llama amigo, me preguntó si iba a sacar mi coche. Noté algo en el bolsillo. Era la postal de invitación de la madre Teresa. La arrugué en un puño y la lancé hacia una papelera. Fallé el tiro. Sí, un poquito más alante, amigo.

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