No tenía pinta de que fuera a pasar nada excepcional. Yo apoyaba la
espalda en un banco, frente a su casa. Ella se sentaba sobre el mismo banco, a
horcajadas, mirándome a mí.
Me contaba qué tal había ido el día, después de un fin de semana en que
creo haber rozado el límite de lo que puede asimilar mi organismo. Los dos lo
sabíamos. Me contaba las putadas de un jefe que siempre exige más porque a él
le exigen otros jefes, lo insulso que resulta tener que trabajar en curros que
jamás hubiéramos imaginado, el humor negro de tirar la vida por un sueldo, lo de que el futuro está fuera, la anécdota
de tener que usar, por primera vez, un destornillador eléctrico.
Mientras, un tipo bastante gordo, tiraba una pelota contra una canasta.
Yo seguía la trayectoria del balón de reojo. No acertaba ni una, pero le ponía
bastante empeño e imitaba las posturas de los jugadores profesionales. Sudaba
abundantemente. Resultaba extravagante y algo triste.
El sonido de la pelota contra el tablero impactaba en mi cerebro y me
impedía pensar con claridad y prestarle a la conversación la atención que
reclamaba.
Aún había mucho veneno fluyendo dentro de mí . Estaba pálido. Y tardaba
en reaccionar. El día entero había sido un infierno lento, pero no decía nada.
Sólo intentaba escuchar.
- ¿Qué te pasa? – Preguntó.
- Nada
- No te ralles
- No me rallo… pero … no mola
Otra vez lo de siempre. Otra vez lo de beber y fumar hasta hacerme daño.
Otra vez lo de tirarme la mitad de la semana arrastrando la resaca. La mitad de
una vida. Pero esta vez había pasado un umbral que me asustaba de verdad, con
el ataque de pánico y la alucinación que me atraparon en una habitación oscura.
No le prometí dejar de beber, porque no podía cumplirlo. -El hombre gordo
encestó- Sí le dije, o me dije en voz alta, que tenía que fumar menos yerba y
evitar las bebidas de alta graduación, porque no me sientan nada bien. –El
gordo le iba cogiendo el truco-. Ella se dio cuenta de que miraba al aspirante
a jugador de baloncesto y empezó a liarse un cigarrillo.
Alguien gritó mi nombre desde detrás nuestra. Me giré bruscamente y mi
corazón empezó a acelerarse y a subir calor hacia mi cabeza desde el cuello.
Estaban llamando a un puto perro que se llamaba Kiko, también. Un perro
enano. Nunca le ponen Kiko a un perro con gracia o imponente.. –Pensé-
Ella me miraba con lo que parecía una mezcla entre cariño y resignación.
Tampoco estaba para interpretar miradas. Fumaba su cigarro y permanecimos en
silencio unos segundos. Sé que había tenido un día de mierda en el curro y yo
no era capaz de de decir nada, ni de comprender su cansancio y su hastío. Ni
siquiera conseguía seguir bien la conversación. Una parte importante de mí
seguía atrapada en esa habitación.
Se estaba haciendo de noche. No me gustaba.
Empezamos a despedirnos. Le agradecí que estuviera a mi lado, siempre.
- No te ralles, en serio.- Me
dijo. Tenía la mirada cansada, de verdad.
- No sirve de nada sentirme
como una mierda.- Fue lo único que se me ocurrió decir.
El jugador se había retirado. Justo cuando mejor lo estaba haciendo.
No me di ni cuenta.
La besé. Nos miramos. Me di cuenta que daría cualquier cosa por tirarme
la noche entera mirándola fumar. No se lo dije. La abracé muy fuerte y nos
fuimos.
No nos hizo falta, después de todo, hacer promesas en voz alta que nadie
iba a cumplir. Sí me prometí, sin embargo, a hacer todo lo que estuviera en mi
mano para verla feliz, porque lo merece. Por la mala suerte que ha tenido
conmigo. Enamorarse así de un joven borracho que ni sabe beber. De un idealista
sin esperanza. De un obrero sin herencias que no encuentra su sentido en el
trabajo. De un escritor de pacotilla, sin libro, al que le duele y le pesa,
cada vez más, su propia literatura. De un tipo raro que no se fía de su propia
mente y que nunca ha sabido demostrar muy bien que está loco por ella.
Me monté en el coche y no quise ni pensar qué hubiese sido de mí si no se
hubiese cruzado, un día cualquiera, en mi camino.
Conduje de camino a casa sin demasiada prisa, ni motivos. El sonido
rajado de un saxo, en la radio, rompía la noche y la monotonía pausada de la
carretera. Bajé las ventanillas. Pude sentir que refrescaba. Un viento frío
recorría Madrid sin detenerse en quién cojones era yo, ni qué andaba haciendo. Llegaba
con fuerza de sobra para arrancar de raíz cualquier pensamiento. Era muy
agradable. Me hacía sentir ligero, prescindible. Pise el acelerador a fondo y
el coche respondió. En verdad, no paso nada excepcional aquella tarde.