Apenas se le entiende cuando habla.
Las crisis de ausencia,
que le sacuden
casi
de continuo,
le vencen,
como un muñeco roto,
contra el suelo
y le han marcado el rostro y la cabeza.
Está obligado a llevar casco
y moverse
sentado en una silla.
Su cerebro se colapsa
cada
veinte
segundos,
como una tormenta eléctrica.
Rellena cuadernillos de arañazos,
anotando las manzanas
que le quedan;
los pájaros
que no han volado.
Tiene cincuenta años:
todos los dibujos
son para mamá.
El otro día casi me desplomo
junto a él
cuando le dijo a Mari Carmen,
mirándola de lado:
“señora,sonría”
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