Disimulaba una sonrisa detrás del mostrador, intentando ser
amable. Mi notificación de denuncia, que no voy a poder pagar, llevaba varios
días dando vueltas entre oficinas de correos, carritos amarillos con ruedas y
manos que cuentan semanas para la jubilación. El martes pasado, mi carta no estaba.
Puede ir usted a esta otra oficina. Tampoco estaba. El miércoles fue fiesta. El
martes de la semana siguiente, hoy, mi día libre, vuelvo. Al parecer, soy el
número B 608. Me toca. Entrego papelitos por debajo del cristal y oigo de boca de
una señora de la que no acertaría a calcular la edad, que hoy tampoco está la
carta. La han devuelto. Sigo intentando parecer amable. No sé si sabe dónde puedo
encontrarla. Espera, le pregunto a mi jefe (…) la puede recoger con éste otro papelito
en la dirección que pone en el primer papelito(Madrid). Verá, le comento: pasé
el martes pasado, no estaba. Me dijeron que en esa otra oficina. Tampoco
estaba. El miércoles fue festivo. No he librado desde entonces, han pasado
justo siete días naturales y no, no ha podido venir nadie a recogerla en mi
nombre. Otra señora, desde otra ventanilla, oye la conversación y se entromete:
ya le ha dicho mi compañera dónde tiene usted que recoger su carta. Me miraba por
encima de unas horribles gafas sujetas a su nuca arrugada por cordoncitos. De ésta otra sí podía calcular la edad: era vieja. Obvié
descarado el inciso de la vieja arrugada y seguí consiguiendo que mi tono de voz
me mostrara tranquilo. Si voy hoy, ¿estará? El jefe oye la conversación desde
otra ventanilla, se acerca y habla para nadie, muy bajito, en dirección al
cristal de metacrilato antipersonas: ve a ver en las salidas de hoy, en la mesa
de Manolo. La primera de las señoras con sonrisa y sin edad, se levanta. Camina pesada,
como si sonreír vaciara su energía sobre la silla rotatoria y una pantalla de
luz azul le hubiera hecho envejecer, también azul. Me deja un par de minutos muy
tensos a solas con el marcador de letras rojas sobre mi cabeza: B 608. Vuelve lentamente. En el extremo de un brazo que cuelga de un cuerpo descuidado, sujeta mi carta, como si pesara demasiado. El sobre está cerrado, no puede saber que pesa 600 euros. Además, sólo debería pesarme a mí, está fingiendo. Déjame el DNI y firma aquí. Entiende que, sin el permiso de mi jefe, no puedo
coger las cartas de la mesa de salidas. Sonríe. Sonrío. Gracias. Adiós.
Ésta España debe parecerse mucho a la que hizo, entre otras razones
de peso, que Larra se volara la cabeza con 27 años. Lo he estado pensando. No
coincido en muchas cosas con Larra, él sí creía en una España mejor. En un
arranque momentáneo de cordura, he decidido que yo, en su lugar, hubiese
disparado hacia delante. O hacia arriba.
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