domingo, 21 de mayo de 2017

CUCHILLAS






¿Qué sabemos cualquiera de nosotros del amor?”
Raymond Carver

Nadie me enseñó nunca cómo debía afeitarme. No guardo ningún recuerdo de una figura adulta, tras de mí, frente al espejo, dictando pacientemente cómo deslizar la cuchilla para no levantarme la cara. 
Sí recuerdo, que le cogía las cuchillas a mi padre para afeitarme a escondidas; que él, a veces, se daba cuenta y me mostraba lo joven e idiota que era.
Con el tiempo, el ritual del afeitado se instauró en la rutina, como sí siempre hubiese estado ahí. Entonces, en casa, cada uno teníamos nuestras propias cuchillas. Las mías, las cogía en el supermercado, antes que decidieran meterlas en cajitas con alarma.
En aquella época, haber aprendido a afeitarme por mí mismo, era algo que me hacía sentir orgulloso. Ese tipo de cosas, tenías que aprenderlas por ti mismo, como a pelear, o sobre drogas, o cómo follarte a una tía como dios manda. Cosas de hombres.
Creo que nunca he llegado a afeitarme bien y la he pasado putas.

Años después, en el instituto, esperaba que dejara de sangrarme la nariz, para poder subir a casa, si otro golpeaba con mayor violencia y determinación, a la salida.
También he buscado refugio lamiendo los colmillos de la serpiente, y sólo he encontrado más frío. No he aprendido nada.
Sin embargo, a pesar de mi relativamente corta experiencia, a pesar de ese tipo con pasta que cruza por la avenida principal en su descapotable, a pesar del cantante trasnochado y del guaperas de la clase, me gusta pensar que, con las mujeres, todos moriremos principiantes, mojando apenas nuestro tobillo insolente en sus magníficos océanos ignotos.

He encajado cada una de las derrotas de la vida con la tranquilidad del que se sabe vencido. Hace unos cuantos años que decidí dejarme barba.

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