martes, 16 de mayo de 2017

GOTITAS DE PINTURA






Mi abuela, de vez en cuando, cierra los ojos, perdiendo la mirada por la pared, como si allí, entre las gotas de pintura, alguien hubiera salpicado desordenadamente sus recuerdos.
Se pone a hablar, muy despacio, del pasado, hilando historias. Es como si volviera caminar. Se le cambia la cara. Esquiva cualquier cosa que se le pone por medio, con mucha gracilidad y se permite recorrer, un rato más, esas imágenes de luz clara, antes de volver. Pero vuelve. Y vuelve la sombra. Y el trocánter femoral. Y hace frío. Y cierra la puerta. Y el agua templada. Y el abanico. Y esa puta silla de aluminio…
Como no le gusta el silencio -para ella, debe ser muy parecido al concepto que tenemos los demás de oscuridad- busca mis ojos de arriba abajo y me dice que, siendo como soy, nunca me va a faltar qué hacer. Sus labios se retraen y me enseña una preciosa sonrisa en blanco y negro. Aunque la dentadura le va grande o es el cuerpo lo que ya le va pequeño. Y ella insiste: córtate el pelo, que siendo como eres, no te faltará trabajo.
Nunca me permitió ser un vago. Repite, en un amago de orgullo, eso de que siempre ando liado con algo.
Si fuera ella quien me viera sentado en una silla, estoy seguro que no lo permitiría. Pero no es así, es ella, y no hay nada que yo pueda hacer.
A esa obsesión porque nunca estuviera quieto, porque no durmiera más de la cuenta, debo en gran medida esta especie de hiperactividad mental -soy una centrifugadora, un hervidero- no suelo permitirme descansar la mirada, ni dejar de preguntar por qué.
Por eso, por ella, que a veces me tumbe sobre una página en blanco e intente descansar. Nada de volcar, ni vomitar, que huele. Dejo a un lado el ejercicio, la ambición y la poesía. Simplemente, extenderme y dejar que las palabras hagan sudar la fiebre. A ver si esta noche duerme de un golpe el animal de tiro que me enseñaste a ser. Mañana, damos otro paseo.

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