domingo, 14 de mayo de 2017

PAPILLA DE FRUTAS



Sobre la una y media del mediodía, apartaba las espinas del pescado de mi abuela, mientras ella le ajustaba las cuentas a un puré de verduras. No le pone ninguna pega a la comida de hospital. Le preguntas, y siempre dice: muy buena, hijo.

La televisión de la pared estaba encendida, por capricho de la compañera de habitación, que es de esas personas -muy comunes y poco reconocidas- que parecen necesitar el sonido perpetuo del televisor de fondo, aunque no le hagan ni puto caso. Estoy seguro que hay casas en que la tele no está encendida, sino días enteros sin apagar. Pienso esto, a la vez que termino de limpiar el pescado de mi abuela, y ella mira mis manos, con una mezcla de gratitud y admiración. La otra mujer, en respuesta al tintineo que hace mi abuela con los cubiertos, ha subido el volumen del televisor con el mando que hay colgado a un cable, a uno de los lados de la cama.
Mi abuela pasa de la tele, dice que le da dolor de cabeza. 

Desde que vivo solo, principalmente por motivos económicos, no tengo tele. No suelo enterarme de la mayoría de cosas que ocurren en el mundo. Esto, creo,  me convierte de alguna manera en un ignorante.
Aunque me reconforta pensar que ninguno de los que dedican horas a recortar su sombra sobre las paredes del salón, se entera de la mayoría de cosas importantes que ocurren en el mundo. Todo el rato muere gente; siempre está naciendo alguien; las hojas caen en otoño y la mierda corre por las cañerías hasta el mar. No hay nadie ni más ni menos idiota que yo.
En casa de mi madre, tampoco era mi electrodoméstico favorito. Mi relación con este aparato ha sido siempre muy cordial, yo no me meto con ella y ella no hace demasiado ruido.

Esta vez, mientras mi abuela terminaba sus filetes de pescado limpio, he podido prestar atención en dos puntos, sobre los cuales debatía un semicírculo de lo que parecían ser periodistas, o bien disimulados,  dentro del televisor. Eran todos como de plástico,  con un maquillaje y un léxico muy elaborados. -Mi abuela había terminado ya el segundo plato. Come a toda leche.-  Al parecer, por un lado, doce personas han muerto intentando llegar a nuestras costas, con la promesa de una vida mejor. El dato a debatir ha sido si recibían disparos por parte de la guardia civil, mientras morían de asfixia. Seguidamente, como enlazando ambos temas con natural fluidez, elogiaban a un torero  muy guapo su manera de bailar tango en un programa de la misma cadena.


Ahí ha terminado mi ración televisiva, espero que por mucho tiempo, a la par que, para mi abuela, terminaba la ración de papilla de frutas que tenía de postre. Cuando me he despedido de ella, los periodistas habían subido el volumen de la discusión. El marcador digital marcaba crédito para cinco horas más de tele a discreción. Mi abuela me hace un gesto con la cabeza para que me marche y repite lo bien que ha comido, lo rico que estaba todo.

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