Sobre
la una y media del mediodía, apartaba las espinas del pescado de mi abuela,
mientras ella le ajustaba las cuentas a un puré de verduras. No le pone
ninguna pega a la comida de hospital. Le preguntas, y siempre dice: muy buena, hijo.
La
televisión de la pared estaba encendida, por capricho de la compañera de
habitación, que es de esas personas -muy comunes y poco reconocidas- que
parecen necesitar el sonido perpetuo del televisor de fondo, aunque no le hagan
ni puto caso. Estoy seguro que hay casas en que la tele no está encendida, sino
días enteros sin apagar. Pienso esto, a la vez que termino de limpiar el
pescado de mi abuela, y ella mira mis manos, con una mezcla de gratitud y
admiración. La otra mujer, en respuesta al tintineo que hace mi abuela con los
cubiertos, ha subido el volumen del televisor con el mando que hay colgado a un
cable, a uno de los lados de la cama.
Mi
abuela pasa de la tele, dice que le da dolor de cabeza.
Desde que vivo solo, principalmente por motivos económicos, no tengo tele. No suelo enterarme de la mayoría de cosas que ocurren en el mundo. Esto, creo, me convierte de alguna manera en un ignorante.
Aunque
me reconforta pensar que ninguno de los que dedican horas a recortar su sombra
sobre las paredes del salón, se entera de la mayoría de cosas importantes que ocurren en el
mundo. Todo el rato muere gente; siempre está naciendo alguien; las hojas
caen en otoño y la mierda corre por las cañerías hasta el mar. No hay nadie ni
más ni menos idiota que yo.
En
casa de mi madre, tampoco era mi electrodoméstico favorito. Mi relación con
este aparato ha sido siempre muy cordial, yo no me meto con ella y ella no hace
demasiado ruido.
Esta
vez, mientras mi abuela terminaba sus filetes de pescado limpio, he podido
prestar atención en dos puntos, sobre los cuales debatía un semicírculo de lo
que parecían ser periodistas, o bien disimulados, dentro del televisor. Eran todos como de
plástico, con un maquillaje y un léxico
muy elaborados. -Mi abuela había terminado ya el segundo plato. Come a toda
leche.- Al parecer, por un lado, doce
personas han muerto intentando llegar a nuestras costas, con la promesa de una
vida mejor. El dato a debatir ha sido si recibían disparos por parte de la
guardia civil, mientras morían de asfixia. Seguidamente, como enlazando ambos
temas con natural fluidez, elogiaban a un torero muy guapo su manera de bailar tango en un
programa de la misma cadena.
Ahí
ha terminado mi ración televisiva, espero que por mucho tiempo, a la par que,
para mi abuela, terminaba la ración de papilla de frutas que tenía de postre.
Cuando me he despedido de ella, los periodistas habían subido el volumen de la
discusión. El marcador digital marcaba crédito para cinco horas más de tele a
discreción. Mi abuela me hace un gesto con la cabeza para que me marche y
repite lo bien que ha comido, lo rico que estaba todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario